En la carretera de nuevo. Al día siguiente salí de
Reguengos de Monsaraz y el camino empezó bien: lo primero que me encontré fue un
hotel abandonado, en el que no pude entrar físicamente, solo mentalmente, pero
me gustan estos hallazgos.
A los
postes kilométricos hay que subirse de un brinco, como las cabras, porque el disparador automático de la cámara solo te da 12 segundos para perfeccionar tu pose. Y este era especialmente
bueno por el enrejado que tenía al lado donde podías agarrarte mientras dabas el
gran salto cabruno (lo sigo consiguiendo, no vayáis a pensar que tengo los
muelles oxidados). Con esta proeza gimnástica con tan fotogénicos resultados
ya tenía la foto del día (y la de la etapa, y la que resume toda la
travesía, mismamente), así que iba bien.
Conseguí aplacar la ira de esa gran nube de tormenta
que veis justo encima de mi cabeza: pasé por debajo y salí por el otro lado y
la cosa no fue a mayores. El siguiente trecho estaba lleno de amigas lanudas…
…y a esto se llega al amable y entrañable pueblito deVendinha,
con su plaza principal con bar y terraza para la parada del
Sumol y una fila de señores mayores disfrutando del sol de la primavera, entre
muestras de arte urbano no agresivo (“la guerrilla del ganchillo”, mucho menos invasiva y más ecológica que los grafiteros).
Viñedos, cigüeñas, olivares, flores y más flores…
… hasta la salida de São Manços, donde esperé con
solo un nudo de carreteras y una casa abandonada (y cerrada) como testigos de
mi alegría a que me recogiera Pepe en coche. De allí nos volvimos a Reguengos
de Monsaraz, deshaciendo en poco más de 15 minutos todo lo que había recorrido
a pie en cuatro horas y media, qué le vamos a hacer, pero sé qué medio de
transporte prefiero ;) Llegamos justo con el tiempo suficiente para tomarnos una
Sagres en Zé do Barco, antes de darnos un banquete en la Casa Al’Andalus,
donde
y tó!