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La Travesía
miércoles, 17 de diciembre de 2014
Algunas fotos para ilustrar el post sobre el apartamentito de la calle San Luís. Están escaneadas desde copias muy chiquititas, por eso les falta un poco de calidad, pero creo que se aprecian alguna de las cosas de las que hablaba...
La cortina de la ducha pintada con animales. Me vais a hacer el favor de mirar la cortina, y no mi trasero. Gracias.

lunes, 8 de diciembre de 2014
Lo he hecho,
el reencuentro ya es realidad. He subido al pequeño y destartalado apartamento
en la calle San Luís nº 5, 2º, he llamado a la puerta rara, metálica, pintada
de marrón y ella me ha abierto. Me imaginaba un reencuentro muy emocionante y cien
por cien positivo, me imaginaba un abrazo sin fin, hasta lágrimas me he
imaginado, y no ha sido así. Creo que ella estaba dudando si abrirme la puerta
o no. Pero al final sí. Ha abierto la puerta y se ha echado atrás, para verme
mejor, supongo. Yo antes de este encuentro he pensado mucho en qué ropa
ponerme, me he arreglado para estar lo más guapa y lo más juvenil posible, ella
no ha hecho ni un mínimo esfuerzo, me la he encontrado con los vaqueros-saco y
el jersey azul, por lo menos se ha pintado un poquito los ojos. Nos hemos
mirado. Ella, delgada, aspecto hambriento, despeinada y guapa de cara. Yo para
ella... después del respingo inicial creo que no le he parecido nada mal, le ha
gustado mucho mi pelo (léase extensiones) y mi ropa, “qué elegante” ha dicho, con
una risita... sarcástica, quizás. Qué ganas tenía de abrazarla en ese momento.
No me he atrevido. Era como frágil, muy segura de sí (ambas cosas), digna de
todo el amor del mundo, muy artista. Sé mucho de su vida. Sé que pasa hambre,
come mal, se siente enfadada con todo el mundo y tiene mucho amor por dar.
Quiero pagar sus deudas. No puedo.
Me ofrece (lo
sabía, lo sabía) un café, un Nescafé mal preparado y soso, le acompaño a la
cocina, hay moho por todas las paredes, moho en el techo. Usa cerillas para
encender el gas, una caja se ha mojado y la ha puesto en la ventana a ver si se
seca con el sol de diciembre (me fijo en todas los pequeños detalles, algunos
me sobrecogen). “No te veo tan mal”, me dice. “Y tú estás muy guapa,
aprovéchalo,” le digo. No me entiende. Es como una hija. Me rompe el corazón
que no coma bien. Tengo ganas de abrazarla por detrás cuando apaga el gas y
echa el agua al café, y me acuerdo de esa taza navideña, roja, verde y azul, es
fea pero reconfortante, alegre. Pobre. Toda la casa respira pobreza. Los
muebles horribles, 35.000 pesetas al mes, marrones, dejados allí por los dueños
del piso, el sofá beige con su polvo incrustado, el sillón que sobra pero que
se negaron a quitar de en medio, la mesa redonda de patas finitas, pintada de
marrón igual que la puerta, el aparador monstruoso, las cosas de fotografía por
toda la habitación, cubetas, pinzas, copias, pinturas, botes, sobres de papel
Ilford (empiezo a sentirme muy bien de repente), la casa huele a revelador,
“he sacado diez copias esta mañana”, me dice, “me he levantado a las nueve”. Entro
en el dormitorio oscuro, ella enciende la luz, la puerta-ventana con su balcón
a la calle San Luís está tapada entera con un plástico negro, claro, nunca lo
quitaba, es el dormitorio-laboratorio, no tenía más espacio, revelaba fotos
sobre el comodín, todos los días si podía. Estoy emocionada. El café es
asqueroso. Ella también toma, me ha dado la que ella considera la mejor taza,
cómo cambian los gustos. “Bueno, cuéntame”, me dice (no puedo, ella lo sabe),
“Mejor no ¿verdad?” “Cuéntame tú”, digo, “¿Cómo estás? Bueno, ya sé cómo
estás...” Se parece tanto a mí. Tenemos la misma voz. “¿Cuáles son las copias?”
Me lleva al cuarto de baño y es una explosión de alegría, la ventana abierta
sobre todos los tejados del barrio, la cortina de la ducha con animales, que
ella pintó (¿qué yo pinté? No, la pintó ella, es su patrimonio, yo ya la tiré
cuando se llenó de moho, pero no se lo digo), las copias de las fotos pegadas
con agua a la pared, “¡Qué chulas son!”, ella se ríe, yo miro cada foto y
volvemos al dormitorio y nos sentamos sobre la enorme cama, lo mejor de toda la
casa. “Ya ligarás”, pienso, “ya ligarás pero de verdad”. En ese momento sí nos
abrazamos. Quiero protegerla.
“Vamos a
bajar ¿vale?” me dice en seguida, “te invito a una cerveza.” “Te invito yo, qué
menos... tú no tienes dinero,” y es en ese momento cuando me doy cuenta con
infinito disgusto de que no puedo. No tengo pesetas.
“Bueno, te
la debo...”
Ella, se
entiende, soy yo en diciembre de 1996.
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