Caminar es una fiesta, y la fiesta sigue.
Punto de partida: Aracena. Es un pueblo amigo ya. Tengo cosas que hacer
en Aracena, aparte de refugiarme del frío: veo una estupenda exposición en la
que participa una amiga, Charo Corrales, y desayuno. Desayuno en el Casino,
otro viejo amigo.
Y luego me entretengo fotografiando Aracena desde sus ventanas y desde
la calle mientras subo la cuesta para salir.
Simpático, pequeño y espectacular. Un hito en el camino.
Este es la famosa pastelería Rufino, donde no he participado en el
desenfreno dulce porque no estoy enviciada con los pasteles, pero he disfrutado
viéndola.
Después, salgo a la carretera abierta otra vez, donde rápidamente entro
en calor.
Esta vez no hay fotos de cerdos,
¿por qué será? Porque a veces desaparecen misteriosamente y no queda ni
uno para fotografiar. Una pena, porque me estaba encariñando con ellos.
He hecho una breve visita a Los Marines, el pueblo donde cada año se
beben 1000 litros de mosto en fiestas y se lleva un chopo de 20 metros de
altura (mínimo) del bosque al centro del poblado, a hombros de los vecinos (previamente
fortalecidos por los 1000 litros de mosto) para dejarlo en la puerta de
la iglesia, como otros, menos fuertes, dejan los muebles viejos al lado del
contenedor de la basura. Interesante festejo. No he podido echar una mano con el
árbol ni beber mi parte proporcional del mosto porque todo esto tiene lugar en
junio, y el árbol sirve luego de leña para las hogueras de San Juan.
Esta es otra puerta de una iglesia que aparentemente no lleva a ninguna
parte (al menos que sea a otra dimensión, y yo no he conseguido pasar). Pero
un vecino del pueblo me ha contado que es muy, muy antigua, que tiene por lo
menos 200 años y que todos están muy orgullosas de ella. Me encanta que me
cuenten cosas, y estoy apurando la experiencia mientras esté en la Sierra de
Huelva porque sé que en cuanto pase al lado portugués me seguirán contando
cosas, pero con una diferencia: que no me voy a enterar ni de la mitad. Y el entender todo lo que me dicen, quieras o no, ha sido una de las cosas más
maravillosas de caminar en Andalucía. Es el aceite que ayuda a mover el motor
de la travesía. Tengo que hacer un gran esfuerzo en ese sentido para cuando llegue
a Portugal.
Ir pisando bellotas es una sensación preciosa. Y Aracena-Galaroza también
es tierra de castañas, con y sin su chaquetita de pinchos. Creo que es una especie
de salvavidas lo que llevan para cuando se caen del árbol. Y yo recojo estas
cosas (vale, lo de los pinchos no) y algunas me las traigo a Sevilla: bellotas,
castañas, piñas, trocitos de corcho, bolas de algodón... y ahora tengo un
pequeño museo.
Fuenteheridos ha sido un visto y no visto, pero me ha encantado. Un
ambientazo. Lo recuerdo como si fuera ruido, pero era color.
Otra amiga lusófona, Alicia, es de Fuenteheridos y me ha orientado con
buenos consejos, mandándome a tomar una cerveza al solito en La Esquina.
Los guerrilleros del ganchillo han atacado a todos los monumentos y a la
mitad de los árboles y el efecto es soberbio: alegre, divertido, un himno a la
diversión. Supongo que es arte efímero, así que me alegro mucho de que haya
coincidido con mi visita.
Y allá voy, por el Camino de Navahermosa (que también es una delicia) para
luego desembocar en la carretera que lleva a Galaroza...
... donde llego con ganas de comer y beber (pero no en ese orden, claro).
A las cuatro menos diez de la tarde. Vista la hora que es, me meto en el primer
bar que encuentro, donde me tomo mi cerveza y me hacen esperar – rodeada de
gritos, injurias y maldiciones al más puro estilo catetillo, pero ¿me he metido
en el bar más cateto del pueblo? – más de media hora por una tapa que al final
no llega (bueno, llega, o sea que sale,
pero no llega a mi mesa, la tapa sale y se vuelve a meter, por la siguiente
razón: Que de pescado tienen dos tapas: pescada y pez espada. Y la dueña ha
soltado un grito (me consta porque lo oí) en dirección a la cocina pidiendo mi
tapa de “peh’cada”, pero resulta que en la cocina han entendido “peh’pada”, y
ahora la tienen que volver a hacer. Al menos que quiera comer la tapa de
“peh’pada” que lleva largo rato allí sentada enfriándose en medio de los gritos
y la confusión, claro, y a estas alturas como que ya no la quiero, ni esa tapa
ni la otra, solo quiero irme, y si no consigo comer me da igual, con la cerveza
y los gritos me doy por alimentada, o ya compraré un queso en el mercadillo. Y
a esto me invitan a la cerveza, así que ¡ole!, al final el bar me ha gustado y
todo, y me he ido a comer a otro (las cocinas no cierran en Galaroza, parece),
y luego he vuelto a Sevilla en el autobús.
Quizás no me haya llevado la mejor impresión de Galaroza. Pero puede que
mejore cuando llegue mañana (síii, mañana) para desayunar y luego enfilar el
camino hacia Las Cefiñas, un pequeñísimo pueblo en plena sierra que en la
siguiente etapa va a ser la puerta a mi experiencia particular de la antigua
ruta del contrabando....