1 de diciembre. Día 0: Suena
el pistoletazo de salida (no literalmente, que no estoy para sustos de ese tipo)
para la etapa nº 11. Voy en el primer BlaBlaCar de mi vida (estupenda
experiencia) al pueblo de Encinasola, un poco conocido reducto de cuernos,
cazadores y contrabandistas históricos, a pocos kilómetros de Barrancos y bien
posicionado para dar el salto al país vecino.
A la mañana siguiente desayuno
en el bar del hotel, que tiene tal densidad de clientes a esa hora que parece la
cafetería de la gasolinera cuando paran seis autobuses al mismo tiempo, solo
que todos están vestidos de kaki y llevan escopeta, y me preguntan si yo también
voy a cazar. “¿Yo? ¿A matar animales,
¿qué se han creído? No, pobres
animales, yo me voy a Barrancos a caminar,” digo, y el camarero me cuenta que
casualmente la otra mitad del pueblo también va a Barrancos a caminar, de hecho
va tanta gente que han fletado un autobús. Pero su ruta habrá sido otra, porque
no me encontré con ellos en ningún momento y también es lógico que no tuvieran
la intención de echarse a la carretera Barrancos-Amareleja, que tiene 26
kilómetros y… nada, son 26 kilómetros aparentemente sin nada, ni un pueblo, ni
un bar… el Alentejo profundo, la etapa más imponente de toda esta travesía quizás,
una auténtica prueba de superación personal en todo caso.
Además hace un frío de
tres pares de narices.
Pero haré de tripas corazón,
de tripas congeladas corazón empanado, o algo así, porque he entrenado para
esto, tengo muchas ganas de hacerlo y además estoy de muy buen humor.
Es verdad que voy
cargada como una
burra, porque llevo un
ingenioso sistema de capas para defenderme del frío y sobre todo del calor, que
me gusta menos, y a las 8 de la mañana llevo puesta toda la ropa – dos
chaquetas, dos camisetas y hasta dos faldas – y como siempre todo está pensado
para que pese lo menos posible. Las capas de ropa pesan poco y las capas de aire menos
todavía. Llevo exactamente 3,8 kilos (más agua) (más Sumol), así que voy bien.
Voy como siempre, vamos. À minha maneira. Disparatada pero práctica al mismo
tiempo.
Un camino rural con
vistas espectaculares es mi primer contacto con la ruta por el Alentejo
profundo. Me gusta todo en ese camino rural, excepto dos cosas: 1. que es casi
todo cuesta arriba y 2. que voy pisando escarcha.
Pero a los dos
kilómetros ambos problemas se desvanecen y llego a la carretera propiamente
dicha,
que como veis es poco
más que un sendero más o menos ancho y con una capita de asfalto para que me
sea más fácil caminar. El sonido de los pájaros… los coches pasando a un ritmo
de uno cada 10 minutos… una luz preciosa… tiene mucho encanto.
Definitivamente, hay
carreteras que no son carreteras.
Y como hay granjas
jalonando el camino de principio a fin, también tengo la compañía de muchos
animales, cosa que me divierte bastante. He comprobado que los burros son simpáticos,
las vacas y los caballos curiosos y los cerdos miedicas igual que en España. Me
encanta andar con esta bonita luz, oyendo mis propios pasos y el sonido de un
cencerro… (no me seáis malpensados, que yo no llevo el cencerro!).
En el Alentejo interior
hay poca densidad de personas, no así de animales. De hecho se ve de este
cartel que es un auténtico “aparcamiento de ganado”. En este campo en concreto
caben 10 bovinos y 87 ovinos.
Y dos horas y media
después de salir de Barrancos, aquí en este paraje donde había un silencio
denso (cuando paras dejas de oír tus pasos y hay demasiado silencio quizás),
sentada en equilibrio sobre un estratégicamente situado mojón kilométrico, hice
la parada del Sumol. Sin bares, sin cafés como en todas las largas carreteras
alentejanas, que sube el nivel del reto todavía más… pero cumplí con el rito.
Habrá otras paradas del Sumol más abrigadas y con más comodidades… pero nunca
tan silenciosas como esta.
Por mucho que hayas
entrenado, caminar 26 kilómetros supone un cierto dolor en las piernas. Creo
que a partir de los 15 kilómetros más o menos es algo que llevas contigo. Pero es
asumible. Por la tarde no te puedes ni mover, pero he comprobado que sigo
estando como una rosa la mañana siguiente, lista para seguir caminando, y eso
es bueno. Es verdad que han pasado unos cuantos años desde que empecé a hacer
estas cosas (más de 7 desde mi primer paso en Vila Real de Santo Antonio), que salgo
algo peor en las selfies y que tengo una relación diferente ahora con el frío y
el calor, pero la ilusión y la capacidad de conseguir lo que me propongo parece
que siguen intactas. Es parte de mí y me hace feliz. Si en mi mano está creo
que haré esto toda la vida.
Con gran alegría (aunque
sin dar saltitos, por razones obvias) por fin veo Amareleja en el horizonte. En
Amareleja, 1. me pierdo (será pequeña pero es una auténtica ratonera), 2. como
y bebo y bebo y como, y 3. cojo un autobús a Mourão, que es donde tengo que dormir,
ya que tiene hotel y aquí no hay (con lo que me hubiera gustado desplomarme nada
más terminar la segunda cerveza en una cama fofita en el Sheraton Amareleja…
pero no, no existe. Ni siquiera una pensión de mala muerte…).
Amareleja es un sitio
raro. Pero raro, raro. Tiene todos los récords. Amareleja se merece un capítulo
aparte, así que… volveré en unos días con una descripción. ¡Hasta muy pronto!
Me encantan tus post sobre travesías caminando.
ResponderEliminarUn abrazo y feliz 2018.
Hola Dragonfly, me alegro de verte por aquí! Igualmente, que 2018 sea tu mejor año nunca :D
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